De la ocupación militar de la USAC a su cooptación intelectual: memoria, reflexión y advertencia

Nota de Coyuntura No. 147 / por Marco Fonseca

En septiembre de 1985, el ejército irrumpió con violencia en el campus central de la estatal Universidad de San Carlos de Guatemala (USAC): allanó oficinas y centros de investigación de la mayoría de unidades académicas, saqueó la sede de la Asociación de Estudiantes Universitarios (AEU), secuestró libros y archivos que, en resumen, constituyó un acto salvaje que violentó la Autonomía Universitaria y dejó tras de sí la marca del terror de Estado, una herida académica e institucional que todavía supura. Cuarenta años después, en 2025, la ocupación no llega en tanques ni con cascos militares, sino bajo la forma de títulos falsificados, burocracias corruptas y rectorados impuestos como el de Walter Mazariegos. Es la misma lógica de control, ahora traducida en la cooptación académica y moral de la USAC. Esta entrega busca rescatar aquel episodio poco documentado de ocupación militar en la década 1980 y enlazar la memoria de la resistencia universitaria con la necrosis que hoy atraviesa a la USAC.

Fotos: El Heraldo Guatemala /Facebook, y diario Prensa Libre. Recuperada en: https://www.prensalibre.com/hemeroteca/el-ejercito-ocupo-la-universidad-de-san-carlos/

El telón de fondo

Tras el golpe de Estado de 1982 que desembocó en el genocidio perpetrado por el régimen encabezado por el general José Efraín de Ríos Montt, y luego del nuevo golpe de agosto de 1983 liderado por el entonces Ministro de la Defensa, general Óscar Humberto Mejía Víctores, que relevó a Ríos Montt como Presidente de facto, el régimen castrense continuó desplegando las políticas militares de contrainsurgencia utilizando el Estatuto Fundamental de Gobierno como herramienta jurídica e institucional para legitimar la represión contra organizaciones populares, sindicales y estudiantiles. Desde hacía años, el ejército ya había identificado a la USAC como un foco de pensamiento crítico que debía ser neutralizado. Y desde hacía años, las fuerzas de seguridad ya habían venido golpeando severamente toda expresión de disidencia académica o política dentro de la USAC. Pero, lo que ocurrió en 1985 fue una ruptura histórica que no ha sido compuesta hasta el presente.

La estrategia de las fuerzas armadas fue tanto burda como meticulosa: destruir la autonomía académica y política de la universidad pública como una cuna del pensamiento revolucionario del país, desmontar la estructura organizativa estudiantil, extirpar reivindicaciones y silenciar la voz intelectual emergente, paso a paso, golpe a golpe. Lo que esperaban era el momento oportuno para llevar a cabo su asalto estratégico contra la universidad pública. Como suele ocurrir con estos procesos, el detonante vino de donde menos se esperaba.

La intervención de la USAC en septiembre de 1985 fue parte de la estrategia contrainsurgente que ya se desarrollaba furiosamente desde finales de la década de 1970 durante el gobierno militar autoritario y asesino de Romeo Lucas García, y que revistió, a lo largo de la década de 1980, niveles nunca antes vistos de represión con la llegada de Ríos Montt y Mejía Víctores al poder, cuyo objetivo fue neutralizar y acabar con la principal institución pública de enseñanza universitaria, científica y crítica que, en ese momento, era parte de un proyecto político de transformación revolucionaria de Guatemala.

¿Qué pasó? Un detonante de la ocupación

En aquellos años, la dirigencia de la Asociación de Estudiantes Universitarios (AEU) había optado por mantener un perfil discreto y no público desde el asesinato de su Secretario General, Oliverio Castañeda de León, el 20 de octubre de 1978. La vorágine de la represión que se agudizó en los años de 1983-1985 fue desastrosa. En esos años secuestraron y asesinaron a estudiantes como Héctor Interiano, Marilú Hichos, Gustavo Adolfo Castañón y Carlos Cuevas, secretario de AEU; a dirigentes del Sindicato de Trabajadores de la USAC (STUSC) como Amílcar Farfán, así como a Joaquín Rodas Andrade, Rafael Galindo y Ricardo Gramajo, del Centro Universitario de Occidente (CUNOC); y catedráticos como el entonces decano de la Facultad de Ciencias Económicas, Vitalino Girón Corado, y el economista Carlos de León Gudiel. La amenaza acechaba por todos lados, pero la voluntad de resistencia era también poderosa.

En medio de la ola represiva, algo que ya había llevado a la desactivación del movimiento popular reivindicativo de la década de 1970, la AEU se vio en una posición peculiar: encabezar la resistencia contra la dictadura militar justo en el momento en que ésta estaba orquestando la llamada “transición democrática” y, desde 1984, cuando ya se encontraba operando una Asamblea Nacional Constituyente (ANC) y un Tribunal Supremo Electoral (TSE). En esa coyuntura, la AEU se vio interpelada por la agudización de la crisis social, económica y política, y asumió su función de organizar manifestaciones sin liderazgo abierto, redactando comunicados de radio y prensa que hacían llamados a la resistencia, coordinando lo que quedaba del movimiento estudiantil desde la sede de la AEU en el edificio S-6 del campus central de la USAC, y denunciando la llamada transición democrática como una continuidad disfrazada de la contrainsurgencia por parte de la cúpula militar y las fracciones empresariales oligarcas del país.

Pero, dentro del movimiento estudiantil en la USAC las divisiones políticas eran tan efervescentes como las protestas mismas y tan dañinas como ocurría dentro del movimiento revolucionario más amplio que había se había declarado unificado en 1982. El choque entre el grupo estudiantil FRENTE, que en gran parte controlaba la AEU, y la militancia estudiantil aglutinada en el Frente Estudiantil Robín García (FERG) que controlaba algunas asociaciones estudiantiles como la de la Facultad de Derecho, tuvo un impacto directo en los eventos de 1985 y sirvió como detonante inmediato de una ocupación planeada desde mucho antes.

En la tarde del 3 de septiembre, una multitud de gente pobre y trabajadora provenientes de colonias como la Primero de Julio, La Florida, y Guajitos, entre otras; sindicatos y grupos de derechos humanos, se había hecho presente en el campus central de la USAC respondiendo a la convocatoria de la dirigencia estudiantil universitaria aglutinada en la Asamblea de Asociaciones que se había organizado, y la cual era encabezada por la AEU, y para escuchar el mensaje desafiante y crítico que, desde la parte trasera del edificio de la  Rectoría, la dirigencia estudiantil estaba compartiendo para esclarecer lo que estaba pasando en el país, así como para protestar por el aumento al pasaje al transporte público. A medida que avanzó el acto de protesta esa tarde, estudiantes de derecho querían sacar a la multitud en una marcha desde la USAC hasta el Palacio Nacional y, en el camino, desafiar a las fuerzas de seguridad.

Foto recuperada en: https://www.facebook.com/photo/?fbid=3185457615016425&set=pcb.3185464328349087

Poco antes de las seis de la tarde, la beligerancia prevaleció y se volvió imposible impedir la dispersión de la multitud quienes, siguiendo a un grupo de activistas, salieron en masa a la Avenida Petapa. Quizás con el objetivo de demostrar fuerza y dirigencia justo frente al portón de la USAC, participantes en las protestas le prendieron fuego a un camión cisterna de combustible que estaba detenido en frente de una gasolinera. Otro par de activistas sacaron sus armas pequeñas y dispararon al aire para abrir el paso en la Petapa y avanzar hacia el centro de la ciudad. Esa disputa por el control y movilización de la multitud fue el detonante que esperaba el ejército para implementar su plan de ocupación y llevar la contrainsurgencia al corazón mismo de la USAC. Al filo de las seis de la tarde del 3 de septiembre, unos 500 soldados y oficiales del ejército se habían hecho del control de la USAC calificando a la casa de estudios como “centro de narcotráfico y subversión”.

La ocupación militar de la USAC en septiembre de 1985

El diario Prensa Libre describe así la coyuntura política de ese momento:

La situación del país era crítica, ya que se encontraba gobernada por un régimen militar, el Estado se regía bajo un estatuto fundamental de gobierno y la situación económica de los ciudadanos era precaria.

Aunque el regreso a la institucionalidad había avanzado con la proclamación de la Constitución en mayo de 1985, ésta tomaría vigencia hasta enero del siguiente año, el alto costo de la vida y el aumento al valor de los servicios básicos, en especial el transporte, presagiaban un estallido social.

En varias zonas de la capital se registraron manifestaciones, que fueron subiendo de intensidad y las cuales fueron reprimidas con violencia por parte de las fuerzas de seguridad causando fuertes disturbios. Ante la situación, los centros educativos decidieron suspender las clases por seguridad de los alumnos. 

La cauda de las violentas manifestaciones la noche anterior, según reportaba Prensa Libre, era de dos hombres y dos niños muertos, nueve heridos de bala y unos 600 detenidos. Además, el pelotón antimotines del Ejército se apostó en los alrededores del Palacio Nacional para evitar que las manifestaciones se acercaran. 

La intervención militar fue devastadora. El ejercito entró violentamente al campus de la USAC con el objetivo de socavar la Autonomía Universitaria bajo la excusa de que la noche del 3 había presencia guerrillera en la zona, pero ya sabían de antemano lo que andaban buscando y dónde había que buscarlo: vaciaron por completo la sede principal de la AEU en el tercer nivel del edificio S-6, llevándose archivos, comunicados, el “Libro de Oro” de la AEU,  y otros documentos internos de la asociación, cuadernos y hasta huellas digitales: una limpieza total para borrar todo rastro de organización, autonomía y resistencia estudiantil y académica. Esa intervención ocurrió en plena efervescencia, pero también fragmentación del movimiento estudiantil. Las protestas pacíficas en la ciudad ocurrieron sin un liderazgo visible, reflejo de un movimiento disperso pero presente, el cual encontró en la AEU por lo menos una voz esclarecedora en uno de los momentos históricos más oscuros por lo que ha atravesado la universidad pública y el país.

Al día siguiente de la ocupación militar, según reportes de prensa:

“Con lujo de detalles el expositor castrense mostró a la prensa armas que supuestamente fueron encontradas en el interior del campus, las cuales eran de fabricación israelita, rusa y norteamericana, además de literatura marxista-leninista y propaganda subversiva”.

Después de la ocupación militar, la AEU se vio obligada a trasladar algunas de sus funciones a una casa de seguridad en la zona 1 desde la cual se siguieron elaborando los manifiestos estudiantiles de la resistencia popular. La persecución era sistemática: helicópteros y soldados buscaban los rastros de los sobrevivientes. La libre expresión del pensamiento se había convertido en una estrategia de dignidad y resistencia.

“Agosto Negro” de 1989

Aunque la intervención militar de la USAC de septiembre de 1985 le infligió un golpe estratégico no solo al movimiento estudiantil, sino que a la USAC como un todo, la resistencia universitaria creció de nuevo pero desde el silencio, y reapareció abiertamente en 1987 con un nuevo secretariado de la AEU conformado por una coalición de grupos estudiantiles que buscaban impedir que grupos de derecha que eran parte de la estrategia para neutralizar la USAC, y los cuales estaban vinculados y eran financiados por Álvaro Arzú Irigoyen y su Partido de Avanzada Nacional (PAN), tomaran la AEU. Esta joven dirigencia apoyó decididamente la huelga magisterial que recorrió el país entre junio y agosto de 1989, un gesto de solidaridad que desató otra etapa de represión extrema contra la universidad pública.

Lo que vino en los meses siguientes, entre agosto y septiembre de 1989, fue otra ola brutal: 10 dirigentes estudiantiles fueron secuestrados por estructuras de inteligencia del ejército y la policía que operaban escuadrones de la muerte, y cinco aparecieron sin vida con signos de tortura.

Los estudiantes secuestrados fueron: Aarón Ubaldo Ochoa, Hugo Leonel Gramajo López, Iván Gonzáles Fuentes, Carlos Contreras Conde, Mario Arturo de León Méndez. Los estudiantes secuestrados y asesinados fueron: Víctor Hugo Ramírez Jaramillo, Silvia María Azurdia Utrera, Eduardo Antonio López Palencia, Carlos Leonel Chuta Camey y Carlos Humberto Cabrera Rivera. Todos/as eran estudiantes que pertenecían a la Asociación de Estudiantes Universitarios (AEU) de la USAC, y todos/as fueron secuestrados o “desaparecidos” con la clara intención de borrarlos/as de la memoria y dejar una huella profunda de dolor y miedo.

Este episodio fue bautizado como “Agosto Negro” y marcó otra abierta embestida de la represión, incluso, en el contexto del nuevo gobierno civil encabezado por Vinicio Cerezo Arévalo y el partido Democracia Cristiana Guatemalteca (DCG).

Décadas después ha habido intentos de reparación simbólica por lo ocurrido en 1989. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) registró peticiones en el Caso 10.441 A, y el Estado reconoció su responsabilidad, incluso, a través de acuerdos amistosos, actos conmemorativos y placas dedicadas en distintas facultades de la USAC.

Sin embargo, los nombres y rostros de la gente caída entre 1983 y 1985 siguen siendo materia del dolor que nunca termina, y las actuales autoridades académicas de la USAC están pisoteando e intentando borrar toda la memoria de esas luchas históricas.

De la violencia militar a la colonización académica

La monstruosidad militar se ha transformado hoy en monstruosidad académica: de muerte violenta a erosión institucional. Hoy, la USAC vive otra ocupación, encarnada en la rectoría corrupta del usurpador Walter Mazariegos, cuyo fraudulento ascenso y pactos mafiosos han despojado a la principal casa pública de estudios de la investigación crítica, la autonomía y dignidad pública.

La ocupación ya no se da con uniforme, sino con toga y protocolos burocráticos que han perdido toda legitimidad y significado. La universidad autónoma que resistía y enseñaba a todos/as se ha convertido en cúpula dócil, agradecida y silenciosa, una tragedia histórica que se repite, aunque de otro modo. Porque lo que una vez fue ciertamente una tragedia ahora se ha convertido en farsa desgraciada.

Reflexión final

La tragedia de 1985 y la farsa de 2025 no son relatos triviales que narren una simple interrupción en las actividades normales del quehacer universitario de aquella época. Son advertencias. Muestran que la represión y la corrupción evoluciona de uniformes y fusiles a los tacuches, las redes sociales, la cooptación y el silenciamiento académico. El secuestro de la USAC por parte de Walter Mazariegos a partir de 2022 es un ejemplo perfecto de esto. También lo es el intento, ahora por parte de la autoridades de la USAC misma, por criminalizar la resistencia estudiantil y borrar la memoria de las luchas históricas de la USAC.

Foto: Soy502.

Rememorar los eventos de hace 40 años es un acto político. Entender la ocupación violenta del campus de la USAC, nombrar a los/as desaparecidos/as, reconocer la valentía de quienes resistieron y continuaron, así como animar a la juventud de hoy a incorporar esa memoria en la lucha por una universidad crítica, reflexiva y autónoma.

Porque si la autonomía, articulación y resistencia estudiantil no fue arrinconada para siempre en 1985 y 1989, tampoco lo será hoy. La resistencia continúa y la memoria es el arma más poderosa.

Murales históricos en la USAC.

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