Entre impunidad y corrupción: el descalabro de la sociedad política en Guatemala (Primera Parte)

Nota de coyuntura No. 146 / por Juan Calles

La sociedad política se mantiene y se empodera en medio de un círculo de corrupción, control de las élites y la desconfianza ciudadana. La transición democrática de 1986 permitió la reconfiguración de las redes mafiosas integradas por élites económicas, militares y el crimen organizado, las cuales atraparon y mantuvieron, desde entonces, el control de las instituciones del Estado para su propio beneficio, por encima del bienestar popular. Esta realidad pone en riesgo la gobernabilidad que hoy intenta mantener a flote un gobierno que no ha sabido enfrentar efectivamente a una sociedad política permeada de impunidad y corrupción.

Imagen: El Observador.

Una sociedad política trastocada

En una alcaldía pequeña de Alta Verapaz, José Aspuac recuerda, con amargura, cómo el alcalde fue acusado de desviar fondos destinados a la construcción de una escuela. Para la comunidad, este proyecto representaba una promesa de futuro para sus hijos. Pero los meses pasaron y la escuela nunca se levantó. Cuando comenzaron a preguntar, la respuesta de las autoridades siempre fue la misma: “Estamos investigando, no hay pruebas contundentes”. Don José es solo uno de miles de guatemaltecos que no tiene otra opción más que observar cómo la sociedad política se convierte cada vez más en un rompecabezas turbio, lejano y corrupto.

La sociedad política, según Antonio Gramsci, es el aparato de coerción del Estado que asegura legalmente que los grupos sociales cumplan las leyes del país. La sociedad política se conforma con el gobierno, el ejército, la policía y el sistema judicial. Su función primordial es la de ejercer el “dominio” a través de la fuerza y la ley.  En Guatemala, la sociedad política ha trastocado su papel y se ha convertido en la trinchera de las élites para mantener el control social, la hegemonía y los negocios corruptos.

Lo que hoy tenemos como sociedad política en Guatemala nació durante el inicio de la transición democrática —1985/1986—, pero con debilidades y contradicciones originadas en los gobiernos militares que le precedieron, y que hoy configuran una batalla entre grupos sociales por imponer la hegemonía y el control del Estado y los negocios con el mismo.

Corrupción y control estatal: cómo el sistema perpetúa la trampa y el atraso

La transición de la dictadura militar a un gobierno civil en 1985 estuvo lejos de ser una ruptura radical. Fue un proceso en el que los militares se apartaron del ejercicio directo del poder, en parte, porque la violencia generalizada y las masacres en las zonas de guerra estaban cobrando un alto costo, ya que Guatemala se encontraba aislada del mundo señalada por las brutales violaciones a los derechos humanos de la población; además, la crisis económica había minado la legitimidad del ejército.

En ese contexto, se convoca a una Asamblea Nacional Constituyente (ANC) para crear una nueva Constitución Política y, como parte de ella, se aprueba la Ley Electoral y de Partidos Políticos (LEEP), Decreto 1-85, en la que se establecieron los requisitos formales para la creación de partidos políticos. Sin embargo, la LEPP, de rango constitucional, se limitó a una definición mínima del partido político, y se abandonó la idea de exigirles una ideología o un programa de gobierno. Esta omisión, aparentemente técnica, fue el primer eslabón de una cadena de debilidades que facilita la injerencia de poderes externos.

En las primeras elecciones generales destacaron partidos como la Democracia Cristiana Guatemalteca (DCG), que gobernó entre 1986 y enero de 1990, con Marco Vinicio Cerezo Arévalo al frente, y de donde surgirá la figura de Mario López Estrada, luego magnate de la construcción y telefonía; y la Unión del Centro Nacional (UCN), de la mano del periodista Jorge Carpio Nicolle, asesinado en julio de 1993, respaldada por amplios grupos del poder económico de ese entonces.

Evolución y adaptación de los poderes fácticos

A medida que el sistema de partidos políticos se fue consolidando con esas características, los grupos de poder tradicionales encontraron nuevas formas de ejercer su influencia, lejos del control directo del Estado que habían tenido en el pasado con la vieja alianza militar. El poder económico se consolidó dentro del sistema de partidos políticos, y desde allí logró tener participación directa en todas las instituciones del Estado.

El Comité Coordinador de Asociaciones Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras (CACIF), ha financiado partidos de manera poco transparente, lo que los ha convertido en plataformas que representan los intereses del sector económico.

Además, esta situación provocó que los partidos sean volátiles, que nazcan y desaparezcan en cada elección, al punto que tienen un promedio de vida de 10 años, lo cual es síntoma de un sistema que no responde a programas o ideologías, sino a los intereses de las élites que los financian. La atomización resulta una suerte de estrategia para ganar diputaciones y estructurar amplias alianzas en el hemiciclo. En la actualidad, los partidos políticos son financiados, además de las élites económicas, por proveedores del Estado y grupos del crimen organizado que buscan representación política para proteger sus intereses económicos y de impunidad.

Ya para 1996 y pese a la firma de los Acuerdos de Paz, que propusieron un cambio fundacional en la sociedad política, ésta quedó sin cambios; al contrario, luego de firmada la paz se profundizó su actuar opaco y corrupto; las cúpulas militares guardaron para sí una importante cuota de impunidad, y las élites económicas aseguraron su influencia en el Estado. Surgieron redes de poder y corrupción como la “Red Moreno”, durante el gobierno de Álvaro Arzú Irigoyen (1996-2000) y el Partido de Avanzada Nacional (PAN), y de la mano de antiguos oficiales del alto mando militar que arrastraban los orígenes de los Cuerpos Ilegales y Aparatos Clandestinos de Seguridad (CIACS), tales como “La Cofradía”, la tenebrosa comunidad de oficiales de inteligencia militar.

En la actualidad, con la cooptación de los poderes judiciales, se han obstaculizado los procesos contra militares y políticos corruptos. Procesos que habían alcanzado un avance importante y, a pesar de las pruebas documentales, muchos acusados de corrupción y de crímenes de lesa humanidad han quedado libres. De esa manera, la sociedad política guatemalteca se mantiene ejerciendo el poder y la llamada justicia transicional marca profundos retrocesos.

Otro organismo del Estado en el que se evidencia la influencia de los poderes fácticos es el Congreso de la República. En ese alto organismo del Estado no existe la argumentación política, ni debate, ni propuesta legislativa; por su pertenencia a redes lícitas o ilícitas, los y las legisladoras actúan en base a los intereses de sus patrocinadores y sus propios bolsillos. Las redes a las que pertenecen la mayoría de legisladores tienen su origen en el poder económico, crimen organizado y militares.

En la coyuntura actual, el sistema de partidos políticos sigue siendo un reflejo de su origen legal defectuoso y la influencia persistente de las élites. La democracia guatemalteca, instaurada en 1986, ha sido erosionada progresivamente por la inserción del crimen organizado y la ampliación de estructuras de corrupción en un Estado fragmentado.

La lucha por la hegemonía en Guatemala: ¿Cambio o mantenimiento del antiguo orden?

Luego de las elecciones generales de 2023, cuando fue electo el actual presidente de la República, Bernardo Arévalo de León, se hizo evidente la lucha por la hegemonía a la par de la lucha por el control de las instituciones del Estado. Esta hegemonía es la que le da sustento a las posibilidades de que todo siga igual y no se generen cambios estructurales que beneficien a la mayoría de la población, y se alcance un estado de desarrollo social y económico.

Entendiendo la hegemonía como la dirección intelectual y moral que le da razón al orden social existente, convirtiendo la ideología de la clase dominante en “sentido común” para toda la sociedad. Para ello, la sociedad política cuenta con partidos políticos, sindicatos, iglesias, medios de comunicación y escuelas, desde donde se reproduce el sistema impuesto.

Sumado a que el sistema político está ocupado y distribuido entre un pequeño grupo de personas, donde familiares de políticos ocupan cargos estratégicos, donde miembros de sectas religiosas ocupan puestos de decisión nacional, los partidos emergen y desaparecen en ciclos cortos sin propuestas claras, y donde las redes de poder priorizan sus intereses antes que el bienestar colectivo, dejando al país a merced de intereses que no son los de la mayoría.

Investigaciones independientes han revelado que más del 70% de los guatemaltecos no confía en las instituciones, un dato que explica los recientes resultados electorales cuando se eligió a un gobernante que ofrecía cambiar el rumbo del sistema político, pero, al mismo tiempo, a través del voto, esa misma población eligió una mayoría de alcaldías y diputaciones de la oposición.

La concentración del poder en grupos de interés mafioso, la falta de rendición de cuentas y el uso oportunista de la política como trampolín empresarial son una realidad innegable.

Cuando la ciudadanía no confía en las instituciones

Según diversos estudios y mediciones, la ciudadanía guatemalteca no confía en las instituciones, pero no únicamente en las del Estado y las políticas; esta tremenda desconfianza ciudadana incluye a los medios de comunicación y a las organizaciones religiosas, lo cual no se registraba con anterioridad. La crisis de credibilidad ha llegado a afectar a todas las instituciones de la sociedad política y de la sociedad civil.

Los datos más recientes a los que se tiene acceso son de Latinobarómetro 2020; hay mediciones más recientes, pero que no son de libre acceso. En ese informe del 2020 se revela que a los y las guatemaltecas consultadas les da lo mismo si el gobierno lo ejerce una persona no democrática o autoritaria.

Un 31% de los guatemaltecos encuestados afirma que les “da lo mismo” un régimen democrático que uno no democrático. Esta indiferencia representa un riesgo significativo para la consolidación democrática, ya que indica una falta de compromiso con los valores fundamentales del sistema.

La confianza pública, tal como la define la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), es la…

“…expectativa de una persona acerca de que otra persona o institución actuará de manera consistente con sus expectativas de conducta positiva”.

En Guatemala, esa expectativa se ha perdido casi por completo. 

Un análisis más detallado de los hallazgos de Latinobarómetro para Guatemala corrobora la deslegitimación de las principales ramas del poder. Los resultados de la encuesta muestran que la confianza en las instituciones es críticamente baja. Solo el 28% de los encuestados confía en la Corte Suprema de Justicia (CSJ), una cifra que se ubica en el promedio regional. El panorama es aún más desolador para los Poderes Ejecutivo y Legislativo. El 24% de los guatemaltecos confía en el presidente de la República, y el 18% confía en el Congreso de la República. A esto se suma el dato sobre el sistema electoral, una institución de vital importancia para la salud democrática, que solo cuenta con el 27% de la confianza. 

Los bajos niveles de confianza y la indiferencia ciudadana, su aceptación a posturas no democráticas, configuran un escenario complicado para el país, su gobernabilidad y su estabilidad democrática. En ese contexto, la sociedad política tiene abierto el camino para promover su agenda de corrupción e impunidad. Allí, el debilitamiento del Estado de Derecho crea un ambiente propicio para el conflicto social y los negocios sucios como el lavado de dinero, y para la reproducción y legalización de negocios que procuran nuevas estructuras de corrupción y poder, tal como ocurre en la construcción.

La situación actual en Guatemala plantea la posibilidad de un retroceso democrático. La población cansada de la ineficacia estatal y democrática puede volcar su apoyo a personas que prometan soluciones rápidas y contundentes a la delincuencia y a la situación económica, sin importar que se pierdan libertades e instituciones estatales que son un freno al abuso de poder.

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