¿Son legítimas las protestas de la Generación Z?
Nota de Coyuntura No. 168 / por Marco Fonseca
El sábado 15 de noviembre de 2025, miles de jóvenes —hombres y mujeres— salieron a las calles de la Ciudad de México y de decenas de ciudades del país, convocados/as por el colectivo Generación Z México, para manifestar su hartazgo ante la violencia, la corrupción, la impunidad y el abandono institucional. Debido a que la protesta se dirige contra el gobierno progresista de Claudia Sheinbaum y MORENA, esto obviamente suscita muchas inquietudes e interrogantes.

Imagen: El Cero y Kidflako. Barrio Alto, Almería, España. Fuente: Lúa Ribeira/The Guardian
La Generación Z se levanta contra el presente y el futuro intolerables
Las imágenes de la “juventud alienada” capturadas por Lúa Ribeira en España no son simplemente un ejercicio estético. Son, en realidad, un diagnóstico político: sufrimiento, traición y fatalidad inminente. Pero lo que muestran no es solo dolor individual; es la manifestación visible de una estructura económica, cultural y emocional que ha dejado a millones de jóvenes sin horizonte.
La Generación Z de México ha decidido que su presente y con ello su futuro son intolerables: casi la mitad
—47.6 %— de los jóvenes de 15 a 29 años no participa en el mercado laboral, y las mujeres están desproporcionadamente afectadas.

En principio, no todo lo que respalda el colectivo Generación Z México está libre de contradicciones. Por ejemplo, la iniciativa “Salvemos la Democracia” propone reunir por lo menos 130 mil firmas para que el Congreso mexicano considere una propuesta de reforma electoral que le ponga alto o limite a la reforma electoral de MORENA y que lleve a fortalecer los órganos autónomos, garantizar una competencia política más equitativa, y erradicar trampas electorales y prácticas como el “chapulineo” —abandono de un puesto público para postularse a otro antes que termine el período—, o la sobre representación. Sin embargo, la reforma electoral impulsada por MORENA bajo la presidencia de Claudia Sheinbaum plantea precisamente abrir el sistema partidario, reducir los costos de la representación, reconocer formas de participación directa de jóvenes, mujeres y migrantes, y fortalecer la rendición de cuentas.
Es obvio que existen dudas sobre la propuesta oficial de reforma electoral pues la historia indica que las transformaciones electorales desde arriba son riesgosas y que participar no basta: la participación debe ser auténtica, plural, autónoma y desde abajo. México simplemente no tiene esa tradición, sino que tiene lo opuesto: dentro de lo oficial todo, afuera nada. A pesar de ello, sin embargo, una reforma que busca la participación juvenil como objetivo explícito debe entenderse como una invitación y apertura al diálogo público, una posibilidad real para que la juventud no solo manifieste sus agravios, sino para que construya institucionalmente su voz y su futuro. Sin embargo, la realidad del abandono de la juventud mexicana se traduce en una dinámica donde el cinismo o el rechazo generacional de las propuestas de MORENA también se vuelve susceptible de rendirle beneficios a la derecha neoliberal, sin que ello sea el objetivo de la Generación Z que explícitamente rechaza a los viejos partidos de la oligarquía, el neoliberalismo y la corrupción.
A pesar de su llamado a participar y expresar agravios, la reacción del gobierno mexicano después de la protesta del 15 de noviembre fue la condena inmediata por parte de la presidenta Claudia Sheinbaum, acusaciones de “manipulación” de la protesta y un fuerte operativo de resguardo en caso de futuras manifestaciones. La reacción después de la segunda protesta del 20 de noviembre, muy poco atendida, fue todavía más paradójico: Sheinbaum destacó que, a diferencia del pasado, en el México actual “ya nadie es silenciado, ya nadie es perseguido por pensar distinto”, y cerró su discurso con un reconocimiento a las Fuerzas Armadas surgidas de la Revolución. Esta reacción resulta contradictoria puesto que, por un lado, ese mismo gobierno ha abierto el espacio político para que la ciudadanía manifieste sus descontentos bajo la promesa que no serán reprimidos e, incluso, serán escuchados/as. El despliegue extraordinario de seguridad frente a las instituciones de gobierno, por otro lado, envía en mensaje que sugiere confrontación y falta de tolerancia, no obstante que se justificó antes las amenazas reales lanzadas desde las redes sociales de incendiar el Palacio de Gobierno; intenciones que condujeron, en parte, a los enfrentamientos que se desataron con las fuerzas policiales.
Sin duda alguna, por supuesto, que tanto las viejas derechas como las nuevas buscan apropiarse del símbolo y del descontento de la Generación Z: desde figuras globales como Steve Bannon o James Rogan intentando capitalizar mediáticamente el asunto, hasta redes locales de oposición que intentan cooptar cualquier expresión de descontento en un contexto donde Estados Unidos mismo amenaza con violar la soberanía nacional de México, en nombre de la guerra contra el “terrorismo narco”. Ambas posturas, sin embargo, la acusación gubernamental de “instrumentalización opositora” y la estrategia derechista de apropiación simbólica, simplifican la realidad pues vacían el sentido auténtico y generacional de la protesta o, paradójicamente, la derecha la debilita y destruye.
No existe en México, ni bajo la bandera de la “regeneración nacional” ni tampoco la de la Generación Z, un movimiento libre de impurezas ideológicas, contradicciones internas y tensiones políticas susceptibles de ser instrumentalizadas por los grupos históricos del poder oligárquico. La guerra de posiciones nunca termina. Pretender pureza es desconocer la complejidad histórica del país: México mismo es una formación atravesada por herencias coloniales, autoritarismos reciclados, resistencias populares y luchas emancipatorias incompletas —incluyendo la zapatista—. La tarea no es idealizar ni demonizar —eso es de estalinismos o fascismos—, sino reconocer críticamente esas impurezas como el terreno real, conflictivo, imperfecto, pero vivo sobre el que se juega toda posibilidad de transformación o refundación democrática.
El discurso de un gobierno progresista no debería ser: hemos democratizado al país, pero afuera de los canales o medios oficiales, queremos que la gente se quede callada y no exprese sus inconformidades o sus críticas, mucho menos los/as de abajo. Con ese discurso México regresa a la vieja doctrina: dentro del PRI todo, fuera del PRI nada. Al contrario, el discurso debería ser exactamente lo opuesto.
No ser capaz de entender y de solidarizarse con las expresiones rizomáticas del descontento y la rebelión social sería repetir, inevitablemente, la opresión y el abandono que hoy padecen y protestan crecientes segmentos sociales, aunque lo hagan con ciertas contradicciones y ambigüedades. La reacción que hoy suscita la Generación Z entre las izquierdas tradicionales es similar a la reacción que generó entre las mismas izquierdas la postura del zapatismo hacia el gobierno de AMLO. Sin embargo, la alienación juvenil, así como la indígena, no es una falla generacional: es una falla del sistema. Es, en efecto, el canario en la mina extractiva de una política fosilizada.
La “Generación Z” de Guatemala y su conexión con la extrema derecha
En las redes sociales en Guatemala, en el marco de los sucesos en México, se observó durante los días de noviembre, una actividad de una supuesta “Generación Z” que tiene un trasfondo claro antigubernamental.
Una cuenta en la plataforma X con ese nombre convocaba a una protesta frente al Congreso de la República que tendría lugar el 22 de noviembre. No ocurrió nada, pero dejó claro que buscaba aprovechar un descontento social legitimo existente contra el manejo que los partidos del llamado “Pacto de Corruptos” hacen del Poder Legislativo. Pero, en esta ocasión, el trasfondo tenía relación con la manipulación de ese descontento social y aprovecharlo en el marco de la derrota que el pacto experimentó en los últimos días en el seno del hemiciclo y, particularmente, con la alianza que se conformó para la elección de la nueva Junta Directiva del Congreso de la República para el 2026. En la cuenta en X de esa supuesta agrupación, se evidencia la conexión con conocidas cuentas del llamado Net Center, que operan para desinformar, manipular, criminalizar e influir en las redes sociales.
Una primera genealogía necesaria: el 68 como origen de nuevas emancipaciones
Como siempre, es indispensable hacer memoria histórica y reflexión teórica para aproximarnos a la realidad concreta.
Los movimientos juveniles de hoy —desde el Sunrise Movement y Fridays for Future hasta las movilizaciones de la generación Z en Asia, Europa o Latinoamérica— no surgen de la nada: son herederos directos de la ola emancipatoria de los 60s. El 68 en México inauguró una ruptura histórica al hacer irrumpir un sujeto juvenil autónomo que, mediante el Consejo Nacional de Huelga (CNH) y formas inéditas de organización horizontal, denunció por primera vez el autoritarismo del régimen priista, recuperó el espacio público como territorio político y abrió un nuevo lenguaje democrático radical sostenido por prácticas culturales, brigadas, alianzas con sectores populares y una imaginación política que desbordaba el control corporativo del Estado.
Al mismo tiempo, sin embargo, fue un movimiento limitado por su base social predominantemente estudiantil y urbana, la ausencia de continuidad organizativa tras la represión, la escasa incorporación de perspectivas feministas, ecologistas y descoloniales, la falta de articulación con Pueblos Indígenas y campesinos, la débil problematización del modelo desarrollista-extractivista, la persistencia de liderazgos masculinos y la concentración en una crítica democratizadora que no llegó a cuestionar la estructura profunda del capitalismo mexicano.

Foto: Estudiantes en el Zócalo después de la marcha del 27 de agosto. En la madrugada fueron desalojados y agredidos por el ejército.
Fuente: Museo Archivo de la Fotografía de la Ciudad de México (MAFCM).
Incluso, corrientes de gran potencia teórica como el operaísmo italiano, un movimiento pensado por Raniero Panzieri, Mario Tronti, Romano Alquati, Antonio Negri, Paolo Virni y otros, pese a su innovación estratégica al centrar la autonomía obrera y el conflicto como motor de la historia, enfrentaron límites semejantes: dificultad para articular estructuras organizativas más allá de los núcleos militantes, tensiones entre espontaneidad y estrategia, fragmentación interna y una inserción social que no logró detener la recomposición capitalista que culminaría en la derrota del ciclo obrero italiano y el ascenso del neoliberalismo.
En general, el 68 a nivel global fue contradictorio, pero también fue el momento del resurgimiento del feminismo de segunda ola —de Simone de Beauvoir a los Women’s Liberation Movements—; el nacimiento del ecologismo moderno que tuvo en Rachel Carson (1962), una voz inaugural; el impulso decisivo a las luchas por los derechos civiles en Estados Unidos —Malcolm X y Martin Luther King Jr.—, y a los movimientos antirracistas globales; la emergencia del poscolonialismo intelectual —Fanon, Cabral, Said, Ngũgĩ—; y la expansión de los movimientos de liberación nacional a lo largo del llamado Tercer Mundo. Es decir, que los 60’s en general y el 68 en particular, no fueron únicamente rebeldías juveniles desconectadas o movimientos manipulados por la derecha. Fueron, en realidad, el nacimiento de múltiples proyectos históricos de emancipación.
Sin embargo, esa ola emancipatoria dejó límites estructurales que las juventudes actuales también están teniendo que enfrentar, y no fácilmente. Tuvieron grandes dificultades para ensamblar organización duradera que combine lo autónomo y lo disciplinado sin subordinación o cooptación; integración limitada de las luchas ecológicas como núcleo político; reproducción de patriarcalismos internos, incluso, en espacios radicales; una crítica cultural que no siempre se tradujo en crítica económica; y la triste incapacidad para detener la ofensiva neoliberal de los 70’s y 80’s. Las generaciones posteriores, desde el zapatismo hasta la actual juventud milenial y la Generación Z, no solo reconocerían esos límites, sino que los transformarían y resignificarían en clave territorial, decolonial, feminista, climática y antisistémica.
Hoy, cuando las generaciones milenial y Generación Z toman la antorcha, deben hacerlo con la consciencia aguda de no simplemente repetir el 68 o quedarse estancadas en sus limitaciones, sino de transformarlo, corregirlo e implementarlo en una época de crisis mucho más complicada.
Una segunda genealogía necesaria: del altermundialismo a Guatemala 2015, la insurrección civil del siglo XXI
Junto con la primera genealogía, existe una segunda línea de continuidad imprescindible para comprender a los movimientos juveniles actuales de la Generación Z: la que emerge a fines de los años 90’s y marca el comienzo de un ciclo antisistémico contemporáneo.
Los jóvenes de hoy también heredan y expanden la energía política del movimiento altermundialista: la Batalla de Seattle (1999), donde por primera vez se articuló masivamente una crítica global contra la Organización Mundial del Comercio (OMC) y el neoliberalismo corporativo; las protestas de Génova 2001, brutalmente reprimidas, que marcaron el cierre de una época y el inicio de otra; después de la Gran Recesión de 2008 y la crisis global del neoliberalismo, Occupy Wall Street (2011) reorganizó la narrativa mundial en torno al 1% y el 99%, y produjo una subjetividad política que todavía estructura el imaginario joven; el 15M español (2011) y la posterior emergencia de Syriza (2004), y Podemos (2014-15), que tradujeron la indignación en experimentos institucionales, municipalistas y democráticos; y, en nuestra región, la movilización guatemalteca de 2015 que, con todas sus contradicciones, abrió un ciclo de insurgencia civil que todavía condiciona la política del país, desde la caída de Otto Pérez Molina hasta la Resistencia Indígena de 2023.
Es necesario apuntar que, poco de todas estas genealogías ha recibido atención teórica seria por parte de las viejas izquierdas en Guatemala. Para algunos sobrevivientes de esas generaciones, el estalinismo sigue siendo el lente por el que miran todo lo nuevo.

Foto: Protestas contra la OMC en Seattle el 30 de noviembre de 1999. La policía reprimió a las multitudes con gas pimienta. Fuente: Wikipedia.
Por ejemplo, el concepto de “revolución de colores”, tal como circula hoy, tiene un origen profundamente geopolítico. Las tácticas de protesta no-violenta asociadas a las movilizaciones en Europa del Este fueron sistematizadas por Gene Sharp cuyo trabajo, aunque presentado como teoría universal de resistencia civil, operó objetivamente como una extensión intelectual de la agenda estadounidense de “promoción democrática” en la posguerra fría. Más tarde, ese mismo concepto fue reapropiado y distorsionado por ideólogos como Thierry Meyssan y Aleksandr Duguin, quienes lo transformaron en una categoría conspirativa destinada a deslegitimar cualquier levantamiento popular al etiquetarlo como manipulación extranjera o instrumento de intereses transnacionales.
Así, un término inicialmente vinculado a la estrategia de poder blando de Washington terminó sirviendo también a discursos reaccionarios y autoritarios que buscan despolitizar las protestas reales, negar su agencia y reducirlas a meras operaciones encubiertas. Es en este último sentido que dicho concepto llega a las aulas desfasadas de la universidad pública en Guatemala y se vuelve prisma ideológico estalinista para interpretar los eventos “rosa-lila” de 2015, o los de la Generación Z de hoy.
Esta segunda genealogía es clave también porque inaugura la política rizomática de lo que Pablo Iglesias y Manuel Castells han llamado “redes de indignación y esperanza”, la crítica radical al capitalismo financiero, la praxis asamblearia, el antipartidismo inicial que luego se ensambla en nuevas formas de municipalismo, y la conciencia planetaria que prefigura la lucha climática actual. Es decir: los movimientos juveniles contemporáneos no son solo nietos del 68; también son hijos e hijas de Seattle–Occupy–Podemos–2015.
A esta segunda genealogía habría que sumar también las profundas resonancias con el zapatismo, cuya irrupción en 1994 abrió un horizonte político que precedió y, en muchos sentidos, anticipó las formas de organización de los movimientos juveniles de la alterglobalización y de la Generación Z. El EZLN inauguró un tipo de práctica política horizontal, comunitaria y antijerárquica que rompió con las lógicas clásicas del vanguardismo y propuso, en su lugar, una política de la palabra, del territorio y de la dignidad que desbordaba, tanto al Estado como a los partidos. Su énfasis en la autonomía, la crítica al neoliberalismo, la democracia participativa desde abajo y la construcción de mundos posibles más allá del capital, resonó internacionalmente y se convirtió en un prototipo temprano de la política en red, prefigurando la estética, la ética y la gramática de las movilizaciones que vendrían.
En este sentido, la juventud milenial y la Gen Z no solo heredan la energía de Seattle u Occupy, sino también la insurrección ética zapatista, que sigue siendo uno de los referentes más potentes de resistencia creativa y emancipación territorial del siglo XXI.
Esta doble genealogía, entonces, revela cómo los movimientos juveniles actuales a nivel global son más complejos, más interconectados y radicales que cualquier oleada previa, incluida la propia “marea rosada” que, si bien abrió un ciclo progresista importante en América Latina, siguió anclada en formas tradicionales de partido, liderazgo vertical y modelos de desarrollo que nunca rompieron del todo con la lógica extractivista.
En contraste, la juventud milenial y la Gen Z articulan luchas simultáneamente feministas, antirracistas, climáticas, decoloniales, digitales y territoriales; combinan organización rizomática con coordinación global en tiempo real; y no se conforman con reformar el sistema, sino que cuestionan su arquitectura misma. Son movimientos que no solo heredan las conquistas del pasado, sino que operan en un plano transnacional, tecnopolítico y ecológico que las izquierdas del ciclo progresista nunca lograron integrar plenamente. Por eso, su radicalidad es distinta: no se mide por la retórica, sino por la profundidad civilizatoria del cambio que exigen.
Una generación que opera donde el 68 no llegó y el altermundismo se agotó
Las protestas de la Generación Z constituyen un nuevo ciclo de movilización global protagonizado por jóvenes nacidos a mediados de los 1990 y comienzos del siglo XXI, que articulan su expresión colectiva contra la desigualdad, el desempleo, la corrupción, el deterioro del sistema político-económico vigente y, en algunos casos, la crisis climática. Estas manifestaciones se despliegan en múltiples espacios, desde redes sociales hasta plazas urbanas, y en diversos países como Bangladesh, Perú, Mongolia o México, donde los jóvenes han protagonizado marchas, huelgas y ocupaciones ciudadanas. Su fuerza reside en combinar lo digital con lo presencial, lo local con lo transnacional, y en retar directamente la lógica del sistema, no únicamente pidiendo reformas sino reivindicando nuevos horizontes de participación política y justicia social.
Lo que distingue a la juventud actual, sin embargo, no es solo la intensidad de su malestar, sino la radicalidad de su horizonte: hoy enfrentan un colapso climático real y sin precedentes; hoy viven en un capitalismo que precariza y niega sistemáticamente la vida; hoy enfrentan Estados securitizados y, en algunas casos, en pleno auge del tecnofascismo; hoy navegan un ecosistema digital que captura subjetividades y crea nuevas formas de subalternidad y hegemonía; y ya no creen en la promesa del progreso lineal y etapista de las viejas izquierdas, una posición que fue criticada desde el marxismo de la Escuela de Frankfurt, particularmente por Walter Benjamin. Por eso, su espíritu rizomático y antisistémico es una necesidad histórica, no una pose cultural.
Las protestas de la Gen Z en México, con su mezcla de creatividad, rabia, angustia y sentidos emergentes, son parte de este ciclo global, aunque no sin contradicciones e impurezas propias de una generación que refleja un país profundamente abigarrado. Pero no son una anomalía, ni un simple montaje, ni mucho menos una “revolución de colores”. Son la versión mexicana de una misma fuerza histórica que atraviesa continentes y que desafía la política de lo mismo.
Si la izquierda o los gobiernos progresistas no escuchan esta vibración generacional, la derecha la capitalizará. No porque entienda su malestar y mucho menos porque realmente lo sientan, sino porque sabe convertirlo en resentimiento y espectáculo electoral.
Entender la doble genealogía del 68 y del altermundialismo no es un ejercicio académico solo de crítica y memoria histórica, sino que es también y primeramente un imperativo ético y político.
La única forma de no repetir la opresión y depresión que hoy pesa sobre la juventud es practicar una solidaridad crítica y comprometida que escucha sus diagnósticos, incluso, los que incomodan; que apoya sus luchas sin tutelarlas; que abre espacios donde la juventud sea agente, no masa; y que rechaza las narrativas que criminalizan su protesta.
Un pensamiento final
Las imágenes de Ribeira nos muestran a una generación quebrada, pero también a una generación que está reinventando otra vez la posibilidad de un futuro. Son herederos del 68, del feminismo, del ecologismo, de las luchas civiles y anticoloniales. Son también herederas de Seattle, de Occupy, del 15M, de Guatemala 2015. Una doble genealogía que converge en una generación que se niega a aceptar que el mundo se termine en este sistema. Una generación que susurra de nuevo: “otro mundo es posible”. Si no se comprende esa fuerza histórica sin solidaridad con ella, se repetirá su opresión y se perderá la posibilidad de un futuro común.

